¡Los encuentros que Dios nos da en la vida nunca son por casualidad!
«Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era muy anciana; había vivido con su esposo siete años después de su matrimonio, y había quedado viuda hasta los ochenta y cuatro años. Nunca se apartaba del templo, sirviendo de noche y de día con ayunos y oraciones. Llegando en aquel mismo momento, dio gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén» (Lucas 2:36–38).
Al meditar en este pasaje, deseo recibir la enseñanza que contiene:
(1) Al reflexionar sobre esta palabra, me llama la atención los encuentros que el Señor preparó dentro del templo de Jerusalén. Cuando Simeón, movido por el Espíritu, entró en los atrios del templo, los padres del niño Jesús llevaron al niño para cumplir con lo que la Ley requería (Lc. 2:27). Así fue como Simeón conoció al niño Jesús. Del mismo modo, “en ese mismo instante”, la anciana profetisa Ana también entró en el templo y conoció al niño Jesús (vv. 36–38). ¿Fue este encuentro una coincidencia?
(a) No lo creo. El encuentro de Simeón y Ana con el niño Jesús no fue una coincidencia, sino una cita divina. Fue el Señor Soberano (v. 29) quien los condujo a encontrarse con el niño Jesús.
(i) En Eclesiastés 9:11 la Escritura dice: «... sino que tiempo y ocasión acontecen a todos». Sin embargo, según el erudito Yoon-sun Park, la traducción coreana de “ocasión” como “casualidad” es incorrecta, pues para los cristianos que creemos en la soberanía de Dios, no existe tal cosa como la “casualidad”. Todo sucede bajo la providencia soberana de Dios; nada ocurre por mera coincidencia.
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Creemos que todas las cosas se cumplen conforme a la voluntad soberana de Dios. Por eso, personalmente, no uso la frase “buena suerte”. En la versión coreana revisada moderna, Eclesiastés 9:11 se traduce: «... porque tiempo y oportunidad les llega a todos». Esta traducción, “oportunidad”, es más adecuada, ya que expresa mejor la providencia divina en lugar de la aleatoriedad.
(ii) En una devoción que escribí el 10 de noviembre de 2010, titulada “Un encuentro de oración” (Hechos 16:16), dije:
“En el viaje de nuestra vida, experimentamos encuentros que nos parecen buenos y otros que no lo son. Los buenos traen gozo y beneficio; los malos causan dolor y parecen infructuosos. Pero, ¿cómo los ve Dios?
Personalmente, creo que ninguno de nuestros encuentros en la vida es accidental. Cada encuentro es permitido por Dios dentro de Su plan soberano. Cada uno tiene un propósito divino, aunque aún no podamos verlo.
Cuando vivimos fielmente nuestros encuentros en el Señor, Dios revela Su voluntad y nos permite contemplar Su gloria.”
(iii) El Señor Soberano (Lc. 2:29) condujo a Simeón, un hombre justo y piadoso en Jerusalén (v. 25), por medio del Espíritu Santo al templo justo en el momento en que los padres llevaban al niño Jesús para el rito de purificación. Este encuentro cumplió la revelación que Simeón había recibido del Espíritu: que no moriría antes de haber visto al Mesías del Señor.
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Por eso, cuando Simeón tomó al niño Jesús en sus brazos, alabó a Dios diciendo: «Ahora, Señor soberano, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra» (v. 29).
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En otras palabras, Simeón pudo enfrentar la muerte con paz porque la promesa de Dios se había cumplido; su misión de vida estaba completa, y su corazón rebosaba de gratitud y paz.
(iv) En el caso de Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, que había vivido con su esposo siete años y luego había permanecido viuda hasta los ochenta y cuatro años, sin apartarse del templo y sirviendo día y noche con ayunos y oraciones (vv. 36–37), el Señor la condujo “en aquel mismo momento” al templo para encontrarse con el niño Jesús (v. 38). El propósito de Dios era que “diera gracias a Dios y hablara del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén”.
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Es interesante que el nombre Fanuel (o Penuel) provenga del lugar donde Jacob luchó con el ángel de Dios y dijo: “He visto a Dios cara a cara” (Gén. 32:30); el nombre significa “rostro de Dios”. Y Ana corresponde al nombre hebreo Hannah, la madre de Samuel (1 Sam. 1:2), una mujer piadosa de oración y fe, como las profetisas Débora (Jue. 4:4) y Hulda (2 Rey. 22:14) (Hoekma).
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Según las costumbres matrimoniales de la época, Ana probablemente se casó alrededor de los 14 años. Habiendo vivido 7 años de matrimonio y luego 84 como viuda, tendría unos 105 años. Sin embargo, aun en su vejez, sirvió fielmente con ayuno y oración, demostrando una vida de total devoción y anhelo por la redención de Israel: la venida del Mesías.
Cuando “hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén” (v. 38), sus palabras resonaban con la alabanza de Zacarías, padre de Juan el Bautista, quien dijo: «Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo» (Lc. 1:68). También armonizaban con el anhelo de Simeón por “el consuelo de Israel” (2:25) y con la esperanza profética de Isaías 52:9: «Prorrumpid en cantos de gozo juntos, ruinas de Jerusalén, porque el Señor ha consolado a su pueblo, ha redimido a Jerusalén».
Así, el niño Jesús, de quien la profetisa Ana hablaba (Lc. 2:38), es “el Cristo del Señor” (v. 26), “el consuelo de Israel” (v. 25): aquel mediante quien Dios visitó a Su pueblo para consolarlos y redimirlos por Su muerte en la cruz.
(2) Al concluir esta meditación, recuerdo el himno evangélico “Nuestro encuentro es por la gracia del Señor”:
(v.1) “Nuestro encuentro es por la gracia del Señor; nuestra reunión es Su bendición. Fuimos creados para la gloria de Dios—haznos fieles para Tu reino, oh Señor.
(v.2) Guía todo lo que somos, oh Señor; te lo entregamos todo. Oh Padre mío, permítenos vivir según Tu voluntad.
(Estribillo) Oh Señor, dirige siempre nuestro llamado; oh Señor, dirige siempre nuestro llamado.”
(a) También releí un escrito que compuse el 14 de abril de 2019, titulado “El Señor nunca desperdicia nuestros encuentros”.
(i) Allí decía: “No debemos desear los encuentros que queremos, sino los que Dios nos concede, porque los encuentros que Dios da o permite en nuestra vida nunca son accidentales: siempre tienen Su buena, agradable y perfecta voluntad (Rom. 12:2). Cada encuentro es para nuestro bien (1 Sam. 22:3).”
Tal vez Dios nos permite,
como a David, encontrarnos con los afligidos, endeudados y descontentos (1 Sam. 22:2);
o, como a Job, aprender que solo el Espíritu Santo es nuestro verdadero Consolador (Job 16:2; Jn. 14:16);
o, como a Ana, derramar nuestra amargura delante de Dios en medio de la incomprensión (1 Sam. 1:10–16);
o, como a Gedeón, recibir confirmación mediante encuentros inesperados (Jue. 7:9–15);
o, como a Jonás, ser reprendidos y llevados al arrepentimiento por medio de incrédulos (Jon. 1:6–12);
o, como a Noemí, hallar gozo en una nuera como Rut (Rut 4:13–17);
o, como a José, sufrir injusticias que finalmente conducen a la reconciliación y a la salvación (Gén. 45:5; 50:20–21).
Al meditar en la Escritura, creemos en esta verdad: Dios nunca desperdicia ningún encuentro. Cada encuentro está tejido dentro de Su plan soberano para cumplir Su buena, agradable y perfecta voluntad en nosotros.