Desánimo y Ansiedad

 

 

 

 

“¿Por qué te abates, alma mía, y por qué te turbas dentro de mí? Espera en Dios, pues he de alabarle otra vez, ¡Él es la salvación de mi ser y mi Dios!” (Salmo 43:5)

 

 

Existen muchas razones por las que una persona puede sentirse desanimada y ansiosa.
Una de ellas es sentirse abandonado por alguien a quien ama profundamente.
Por ejemplo, cuando sentimos que hemos sido rechazados por un esposo o una esposa a quien amamos, fácilmente podemos caer en desánimo y ansiedad.
Lo mismo ocurre con los hijos. Si sienten que han sido rechazados por sus propios padres, pueden experimentar un profundo desánimo, desesperación y una gran ansiedad.

Pero ¿qué sucede si nosotros, como creyentes, llegamos a sentir que hemos sido abandonados por nuestro Padre celestial?

En el contexto del Salmo 43, el salmista se sentía desanimado y ansioso porque tenía la impresión de que Dios lo había rechazado.
Por eso clamó diciendo:

“Tú eres el Dios de mi fortaleza, ¿por qué me has desechado?” (versículo 2).

El salmista sufría a causa de hombres engañosos e injustos (v.1) y se encontraba en medio del dolor por la opresión de sus enemigos (v.2).
En medio de este sufrimiento, le parecía que Dios, su fortaleza, no venía en su ayuda, y eso lo llevó al desánimo y la ansiedad.
Al sentir que la salvación de Dios se retrasaba, pensó que había sido desechado, abandonado por Dios.
Y entonces, clamó al Señor con esperanza, diciendo:

“Envía tu luz y tu verdad; estas me guiarán, me conducirán a tu monte santo y a tus moradas” (v.3).

Aun cuando se sentía desanimado y ansioso por causa de las acciones perversas e injustas de sus enemigos, en medio de esa oscuridad del alma, el salmista buscó la guía de la luz del Señor.
Deseaba llegar a Dios, su máximo gozo (v.4), y adorarlo con alabanza.

 

Nosotros también podemos sentirnos desanimados y ansiosos cuando pensamos que Dios nos ha abandonado.
Cuando sufrimos, cuando la liberación de Dios tarda en llegar, cuando sentimos que “nuestro Dios, quien es nuestra fortaleza” (v.2) no nos rescata de los opresores malvados e impíos (v.1-2), nos sentimos profundamente abatidos y nuestra alma se inunda de ansiedad.

En esos momentos, debemos hablarle a nuestra propia alma, tal como lo hizo el salmista:

“¿Por qué te abates, alma mía, y por qué te turbas dentro de mí? ¡Espera en Dios!” (v.5)

Debemos ordenar a nuestra alma:

“¡Espera en Dios!”

Debemos gritarle a nuestra alma que deje de desanimarse, que no siga ansiosa, que mire al Dios que es nuestro socorro.

Y cuando lo hacemos, en lugar de seguir hundidos en el desánimo y la ansiedad, comenzaremos a alabar a Dios.