Cristianos que agradan más a Dios aún en medio del sufrimiento
“Alabaré el nombre de Dios con cántico, lo exaltaré con acción de gracias. Y esto agradará al Señor más que el sacrificio de un buey, o de un toro con cuernos y pezuñas.” (Salmo 69:30–31)
No hay nadie en este mundo que no haya experimentado dolor o heridas emocionales en sus relaciones con otras personas. Y tampoco hay quien no haya sufrido preocupaciones o estrés debido a conflictos relacionales.
Entre las relaciones humanas, las más difíciles son aquellas en que alguien nos odia sin razón aparente. Y peor aún cuando esa persona empieza a influenciar a otros, formando un grupo de personas que también comienzan a odiarnos sin causa. En esa situación, es casi inevitable sentir estrés, ansiedad y profundas heridas.
Buscamos consuelo, pero a veces nadie nos consuela. Incluso algunos se alejan de nosotros, nos dan la espalda y nos hacen sentir profundamente solos. Y si en esa soledad también nuestra familia —en quienes confiábamos— nos rechaza, sentimos desaliento y dolor aún mayores.
Esa clase de sufrimiento nos hace sentir como si estuviéramos hundidos en un pozo profundo, en una desesperación abrumadora. Y en medio de esa oscuridad, uno se pregunta:
¿Podemos aún agradar a Dios?
¿Podemos realmente darle gracias y alabarle?
El salmista David, autor del Salmo 69, se encontraba en una situación exactamente así. Su sufrimiento era como estar en un profundo pantano o ahogándose en aguas turbulentas (v.2).
¿Por qué estaba así? Porque tenía muchos enemigos sin razón —más que los cabellos de su cabeza (v.4)—, y esos enemigos querían matarlo.
Lo que hacía su dolor aún más fuerte era que sus propios hermanos lo rechazaban (v.8).
David estaba solo.
Buscó consuelo y compasión, pero no encontró a nadie que lo ayudara (v.20).
Aun así, en medio de ese sufrimiento, David cantó alabanzas y dio gracias a Dios (v.30).
Y él creía firmemente que eso agradaría a Dios más que cualquier sacrificio (v.31).
Entonces, nos preguntamos:
¿Cómo fue que David pudo dar gracias y cantar a Dios en medio de tal angustia?
¿Cómo podemos nosotros también agradar a Dios, aún en medio del sufrimiento?
A continuación, se presentan cuatro enseñanzas clave para aprender de David —enseñanzas que nos ayudarán a vivir como cristianos que, aun en el dolor, agradan más a Dios:
(Traducción continúa si deseas que incluya los cuatro puntos... ¿quieres que siga?)
Primero, para agradar más a Dios aun en medio del sufrimiento, debemos clamar a Él.
Mira lo que dice el Salmo 69, versículos 13–14 y 16–17:
“Pero yo, Señor, a ti elevo mi oración en el tiempo favorable;
respóndeme, oh Dios, por tu gran amor,
por tu fidelidad en salvar.
Sácame del lodo, no permitas que me hunda;
líbrame de los que me odian y de las aguas profundas...
Respóndeme, Señor, por tu bondad y gran compasión;
vuélvete a mí.
No escondas tu rostro de tu siervo;
respóndeme pronto, pues estoy angustiado.”
Cuando somos rodeados por enemigos que nos odian sin razón, cuando incluso nuestra vida está amenazada, es completamente natural sentir estrés, temor y dolor profundos. En esos momentos, nuestro instinto suele ser buscar consuelo en las personas más cercanas: nuestra familia o amigos íntimos. Pero a veces, incluso ellos parecen lejanos o ajenos, y cuando nos damos cuenta de que nadie puede consolarnos ni entendernos (v. 20), experimentamos una soledad abrumadora.
Es entonces cuando comprendemos, de forma muy real y dolorosa, que el ser humano no es digno de nuestra confianza última. Y ahí es cuando, por fin, nos volvemos desesperadamente hacia Dios.
En ese momento, necesitamos recordar con claridad esta gran verdad:
“Dios me recibe con agrado.” (v. 13)
Cuando nadie nos recibe, cuando nadie nos acoge ni nos comprende, Dios sí lo hace. Por eso, debemos acercarnos a Él primero, no a las personas. Debemos aprender a postrarnos y suplicar ante Dios como nuestra primera reacción, no como último recurso.
Y al clamar, debemos hacerlo no con desesperanza, sino con fe, deseando —en medio de nuestros muchos enemigos y dolores— experimentar la abundante misericordia y la verdad salvadora de Dios (v.13). Debemos clamar con perseverancia, esperando en fe la respuesta de nuestro Dios.
Porque Dios responderá.
Porque Dios salvará (v.1).
Porque el Dios de salvación nos librará del profundo abismo y nos rescatará de los que nos odian (v.14).
Segundo, para agradar más a Dios aun en medio del sufrimiento, debemos reconocer y confesar nuestros pecados.
Mira lo que dice el Salmo 69:5:
“Dios, tú conoces bien mi necedad,
y mis pecados no te son ocultos.”
(Versión Dios Habla Hoy: “Oh Dios, tú sabes bien lo insensato que he sido; mis culpas no te son un secreto.”)
Cuando muchas personas nos odian sin razón —e incluso grandes fuerzas nos amenazan de muerte—, solemos buscar consuelo en quienes confiamos. Pero al hacerlo, no sólo descubrimos que no hallamos el consuelo esperado, sino que tendemos a quejarnos, a hablar mal de otros, a descargar nuestra amargura delante de ellos.
Esto ocurre especialmente cuando no hemos acudido primero a Dios en oración. Al omitir ese paso, buscamos personas a quienes contar nuestros problemas… y nuestras palabras se llenan de quejas, resentimientos y amargura.
Pero si primero vamos a Dios en oración, entonces nuestro dedo acusador ya no apunta a los que nos odian, sino a nosotros mismos. ¿Por qué? Porque en la presencia del Dios santo, comenzamos a vernos con claridad. No podemos escondernos. Su luz saca a la superficie nuestros errores, nuestra necedad, nuestros pecados.
En la oración, reconocemos —como David— que confiar primero en las personas en vez de en Dios fue un acto de necedad (v.5). Y entendemos que ningún pecado nuestro puede ocultarse ante Él.
Por eso, en medio del sufrimiento, el verdadero consuelo no comienza por ser entendidos por otros, sino por ser confrontados por Dios. El verdadero consuelo comienza cuando confesamos nuestras culpas ante Él.
Y esto, aunque parezca paradójico, es parte de la bendición del sufrimiento.
Porque por medio de la aflicción:
-
Descubrimos que Dios nos recibe con agrado (v.13),
-
Nos acercamos a Él en oración,
-
Y en Su santa presencia, Él nos muestra nuestros pecados ocultos para que los confesemos y nos arrepintamos.
¿No anhelas esta bendición?
La aflicción que nos lleva a la oración sincera y a la confesión honesta ante Dios, es una bendición preciosa que agrada profundamente al corazón del Padre.
¿Quieres que continúe con el tercer punto?